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🎧 AudioQuin ✅ Amor Entre Espinas

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Por culpa de Radolf Nauta, Sarah perdió su empleo en el hospital y se vio obligada a buscarse otro trabajo. Esperaba no tener que volver a verlo jamás. Sin embargo, no podía dejar de preguntarse qué opinaría de ella y si le resultaría atractiva. Era una estupidez, porque él era el último hombre sobre la tierra  a quien ella podría amar.


Resumen...

Sarah se sentó detrás de su escritorio y observó entrar al primer paciente del doctor Nauta. Esa era la razón por la que, en la clínica del doctor Nauta, la mayor parte de la responsabilidad recaía en Sarah, quien, como era soltera y vivía sola, era la que llegaba más temprano y salía más tarde. El coronel fue seguido por la señora Peach, paciente del doctor desde hacía muchos años, y quien entró seguida por un par de adolescentes. Tras ellos, empezaron a llegar los demás, a la mayoría de los cuales Sarah conocía de vista, si no es que de nombre.

Le dio los buenos días a cada uno, se aseguró de que los pacientes de primera vez supieran qué debían hacer y se ocupó de la libreta de citas. El doctor llegó cinco minutos antes de lo previsto, y al abrir la puerta, entró con él una ráfaga del helado aire de marzo. Sarah le dedicó una mirada rápida y percibió que no parecía estar más impaciente ni de peor humor que de costumbre. Sus ojos eran azul claro y parecían de acero cuando se enfadaba, lo cual sucedía a menudo, aunque quienes trabájaban con él en el hospital de San Ciprián, tenían que admitir que era invariablemente bondadoso con sus pacientes, sin importar lo fastidiosos que éstos pudieran resultar.

"Pasó frente al escritorio de Sarah con un apresurado ''Buenos días, señorita Fletcher" y con una mirada tan breve que, si ella llevara puesta una enorme ala dorada y un par de llamativos anteojos, no lo habría notado. Sin embargo, Sarah se habría sorprendido de saber que el médico había captado hasta el último detalle de su apariencia, en el breve lapso transcurrido entre su entrada a la sala de espera y su desaparición dentro del consultorio. Debía de estar cerca de los treinta años, pero con toda la frescura de una chica joven. Tomó asiento detrás de su escritorio y, sacando a la señorita Fletcher de su mente, aunque con gran esfuerzo, se concentró en lo que le decía el coronel Watkins con su voz quejumbrosa acerca del tratamiento de fisioterapia al que tenía que someterse.

El médico lo escuchó con paciencia y simpatía, una actitud que contrastaba con los modales fríos que demostraba ante el personal del hospital. Salió a comer a la cafetería de empleados del hospital, y al regresar alcanzó a ver la amplia espalda del doctor Nauta, quien, seguido por dos ayudantes, caminaba por el pasillo hacia el edificio principal. Caminaba rápido y ella sintió lástima por los ayudantes, quienes, mientras trataban de caminar al mismo ritmo que el médico, probablemente estaban siendo objeto de la impaciencia y de los comentarios cáusticos del doctor Nauta. Las compañeras de Sarah empezaron a arreglarse a fin de estar listas para marcharse a las cinco en punto, dejándola a ella para atender el teléfono y cualquier otro imprevisto.

La señora Drew vivía en Clapham y la señora Pearce tenía que hacer un largo viaje cada día para llegar a Leyton, y como Sarah vivía a diez minutos del hospital, quedaba entendido que fuera ella la última en marcharse. La chica arregló su escritorio, puso todo en orden para la mañana siguiente y revisó la libreta de citas. Ahora sólo faltaban cinco minutos para marcharse. La puerta de entrada a la sala de espera fue abierta por una mano firme y Sarah se sobresaltó.

Este es un consultorio para pacientes externos. La mujer se detuvo a un lado del escritorio y observó a Sarah. Era una mujer guapa y vestía con una elegancia discreta que hablaba de dinero. Colocó su bolso sobre el escritorio y habló con voz clara, un poco alta y con actitud de estar acostumbrada a que los demás hicieran lo que ella deseaba.

Sarah se la quedó mirando, pensativa. Sarah levantó el auricular y oprimió un botón. "Es un hombre muy arrogante y rudo", consideró Sarah mientras él saludaba a su madre, complacido por su visita, y la conducía hacia el interior del consultorio. Pocos minutos después, Sarah se marchó.

En circunstancias normales, habría informado al personal de guardia que el doctor Nauta estaba aún ei su consultorio, pero, por primera vez, no lo hizo. Su madre le habría reprochado su actitud. Sarah había sido ruda con un superior, y si él lo pedía, podrían despedirla. Abrió la puerta.

Cuando la chica llegaba, el gato se reunía con ella en la habitación, se sentaba a su lado mientras comía y dormía a sus pies. Charles fue a saludarla y, como de costumbre, Sarah le narró los sucesos del día mientras se cambiaba de ropa y preparaba su cena. La habitación estaba amueblada con un sofá cama, una mesa, dos sillas, una mecedora, una chimenea de gas, estantería en una de su paredes y una pequeña estufa de gas colocada a un lado del fregadero Sarah había hecho lo que pudo para mejorar la apariencia del lugar con una bonita colcha en la cama, cojines, alfombra, flores y una preciosa lámpara para leer. Eso había sucedido cinco años atrás, y ahora Sarah, de veintiocho años de edad, pensaba que jamás regresaría a su hogar.

No era por eso que pensaba que nada emocionante sucedería en su vida. Era consciente, también, de que le tenían lástima por su carencia de amigos o novio, o porqué no tenía ropa bonita. Me pregunto para qué querrá su madre verlo. La madre se acomodó en la silla.

La que tú viste es la señorita Sarah Fletcher. Nauta fruncid el ceño. El doctor Nauta se acercó a su madre. No sé nada acerca de esa chica, pero lo presiento... Parece amable y paciente.

Tu padre está muy preocupado... sé que la abuela es una anciana autoritaria e irritable, pero es su madre y tiene noventa años. Si la señorita Fletcher tiene algunas vacaciones pendientes, quizá pueda convencerla de que se vaya contigo a Holanda. Si está de acuerdo, tendré que hablar con el jefe de personal del hospital. La señora se puso de pie.

Le sonrió con cariño y la señora se preguntó si su hijo le sonreiría así a sus pacientes. La señora Nauta, con una oración silenciosa, rogó para que pronto su hijo encontrara a una chica amorosa y decidida, capaz de traspasar esa coraza. Sarah se despidió de Charles y corrió escaleras abajo. Recordó que sería un día muy agitado, ya que la señora Drew había pedido el día libre para llevar a su hijito al dentista.

Colgó su impermeable, se alisó el cabello húmedo y se sentó al escritorio, lista para dar la bienvenida al primer paciente. Era la mañana del doctor Clew, y sus pacientes, con piernas enyesadas y brazos en cabestrillos, empezaron a llegar. El movimiento no cesó hasta la hora de la comida, y la señora Pearce fue a comer un poco más temprano, dejando a Sarah a cargo. La chica revisó la libreta de citas y se dispuso a salir, preguntándose qué habría de comer.

Por razones económicas, su desayuno había sido muy frugal y se moría de hambre a esa hora. La puerta, abierta con fuerza por el doctor Nauta, la hizo levantar la vista. Estaré esperándola en la entrada principal dentro de quince minutos. Esperaba que no se le ocurriera ir al comedor del hospital, a la cuna de los chismes.

Cuando la señora Pearce regresó, Sarah se puso su impermeable y se dirigió hacia la entrada principal. La señora Pearce no había sido muy puntual y ya habían pasado algunos minutos más de los quince que el médico le había dicho. Sarah se sorprendió cuando él salió del auto, lo rodeó y le abrió la puerta. La ayudó a salir del auto y la condujo a través de un bar, casi vacío a pesar de que, a lo lejos, se escuchaban voces divertidas de los clientes y el sonido que hacían los dardos que eran lanzados al blanco.

Quizá deba decirle que le ha agradado usted a mi madre y cree que es la persona adecuada para estar con mi abuela. Sarah lo miró con cautela. Sarah dio un mordisco a su emparedado. El médico dio un sorbo a su cerveza.
Sarah terminó de comer su emparedado, tomó el resto de su agua mineral y asumió una postura más cómoda sobre la silla. Sarah negó con la cabeza. En el hospital, salió del auto y le abrió la puerta para que ella descendiera. Aunque, por supuesto, el director del hospital estará al tanto de todo.

El doctor Nauta volvió a subir al auto y se alejó mientras ella regresaba a su escritorio cinco minutos tarde. Fue desafortunado que la supervisora de personal estuviese hablando con la señora Pearce. Sarah no le agradaba a la señorita Payne, y ahora ésta tenía su oportunidad para llamarle la atención por llegar tarde. No he olvidado esos tres días extra que se tomó durante sus últimas vacaciones con un pretexto tan mediocre.

La señorita Payne se volvió hacia la señora Pearce y Sarah se dispuso a recibir a los pacientes vespertinos mientras pensaba en la propuesta del doctor Nauta. Sacaría un poco de dinero de su modesta cuenta bancada y compraría algo de ropa, adecuada para el viaje que emprendería. Los pacientes empezaron a llegar y Sarah tuvo que dejar pendientes sus planes. El doctor Nauta había vuelto a sus modales habituales en la clínica, saludándola superficialmente y sin detenerse a mirarla, excepto una noche en que, acompañado por uno de sus ayudantes, le dio las buenas noches.

Y otra cosa, yo no habría tomado dos semanas de vacaciones en esta temporada del año. A la mañana siguiente encontró un sobre en su escritorio. Irían por ella a Schiphol, escribía el doctor Nauta, y encontraría sus honorarios dentro. La cantidad hizo que Sarah levantara las cejas.

Sus vacaciones habían sido autorizadas, y si se presentaba en la entrada del hospital a las siete y media del sábado próximo, un taxi la llevaría al aeropuerto de Heathrow. Pasarían a recoger a Charles el viernes por la tarde, decía el escrito, y el doctor esperaba que ella estuviera de acuerdo. Estaba firmado, sin comentarios de agradecimiento o algo por el estilo, con un escueto Radolf Nauta. Con un tono muy de negocios, pensó Sarah, aunque no había esperado menos.

Por alguna razón afortunada, sus vacaciones empezarían a partir del mediodía del viernes... a tiempo, si no comía, de tomar el autobús e ir a la calle Oxford a comprar algo de ropa. Las señoras Drew y Pearce se despidieron de ella con curiosidad mal disimulada. Sarah nunca iba a ningún lado, ni siquiera en sus vacaciones, y como no soltó palabra, estaban aún más intrigadas. Sarah llegó a la calle Oxford y compró una útil falda tableada de color café, una pequeña chaqueta que hacía juego y algunas blusas.

Quizá un día, se prometió mientras observaba un aparador que exhibía ropa de última moda, sacaría sus escasos ahorros y los gastaría sin detenerse a pensar en los días difíciles que pudieran venir. Estaba abriendo una lata de frijoles cuando alguien llamó a la puerta. Era el doctor Nauta. Sarah deseó poder pensar en una respuesta igualmente tonta.

Sarah levantó a Charles y lo colocó en el canasto. Sólo serán unos cuantos días. Si el doctor Nauta la hubiese estado observando con burla, a ella no le habría importado. Después de todo, Charles era la única compañía que tenía en su solitaria vida.

La señora Potter, la casera que vivía en el sótano, asomó la cabeza para verla partir. Sarah estaba segura de que no conocería a nadie divertido cerca de la abuela del doctor. Sarah le dio los buenos días al conductor y, antes que se diera cuenta, estaba sentada, para su sorpresa, en un asiento de primera clase en un avión de KLM. Aceptó el café que le ofrecían y miró a su alrededor.

Todos daban la impresión de volar a Schiphol todos los días... incluso no aceptaban el café y hundían sus narices en los libros que llevaban. Sarah, quien nunca antes había volado, miró por la ventana. El doctor Nauta no le había informado cómo sería la persona que iría por ella, sólo había murmurado un nombre raro y difícil que ella no había memorizado, y no estaba muy segura de a dónde debería ir. Permaneció de pie en el lugar que le había indicado el médico, junto al módulo de información, e intentó fingir una expresión propia de alguien que sabía qué debía hacer.

Le ofreció una mano y Sarah se la estrechó. Me dieron instrucciones de detenerme en el camino para que usted baje a tomar café, o lo que desee. El también es médico, como su hijo, pero ahora sólo ejerce de vez en cuando. Rodearemos Ámsterdam, viajaremos hacia el norte, por Ijsselmeer, y nos detendremos a tomar café antes de cruzar hacia Friesland.

Dejaron la ciudad atrás, cruzaron por Purmerend, por Hoorn, mientras Hans le señalaba todo lo que, le parecía, podía resultar interesante para Sarah. Sarah le pidió a Hans que tomara café con ella y pasaron veinte minutos muy agradables mientras él le hablaba de su vida en Inglaterra. En el transbordador, Sarah se sintió agradablemente inquieta. Podía ver tierra frente a ella, y en media hora más, llegarían hasta allá.

De nuevo en tierra, Hans miró a Sarah de reojo. Sarah, incapaz de imaginar al doctor ni particularmente feliz ni bondadoso, tenía sus dudas. Hans sacó el auto de la carretera y lo internó en un estrecho camino, bordeado por campos verdes y pequeños canales. Hans condujo varios kilómetros más y entonces el paisaje cambió, se convirtió en un área boscosa con algunas caídas de agua.

Entraron por las enormes puertas de hierro y al final del camino se encontraron con la casa, blanca, con sus muchas ventanas cerradas y la escalinata que subía hasta la entrada principal. Sobre la puerta había un balcón con herrería y un reloj arriba de éste. Bajó del auto con el corazón latiéndole a gran velocidad y con los nervios a su máxima tensión.


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