El hombre de uniforme…
El escéptico agente de policía Oliver Sullivan se había mudado al pintoresco pueblo de Kettle Bend para olvidar malos recuerdos. Vivía en paz… Hasta que un vídeo en el que rescataba a un perrito que estaba a punto de ahogarse lo convirtió en una celebridad.
Sarah McDougall lo veía como la oportunidad perfecta para promocionar el marchito pueblo. Pero cuando conoció al policía, no resultó ser el cariñoso y cálido héroe que ella esperaba. Al contrario, decía odiar a los perros y desconfiar del amor… Aunque Sarah le demostraría que estaba equivocado en ambas cosas.
Resumen...
Oliver Sullivan, a quien habían llamado Sullivan durante tanto tiempo que ya apenas recordaba su nombre de pila, decidió que Sarah McDougall le caía fatal.
Encontrar gente desagradable era parte de su profesión, aunque la señorita McDougall no entraba en la categoría de los delincuentes. Aunque he tenido que lidiar con delincuentes más simpáticos… murmuró para sí mismo.
«Al menos habla con ella», le había dicho el jefe de policía de Kettle Bend. «En caso de que no te hayas dado cuenta, ya no estás en Detroit».
Pero Sullivan ya se había dado cuenta de eso. Cinco minutos después de llegar al pueblo.
Ser policía en un diminuto pueblo de Wisconsin era tan diferente a ser detective de homicidios en Detroit como Atila, el rey de los hunos, y la madre Teresa de Calcuta. ¿En qué momento de locura elegí Kettle Bend, Wisconsin…?.
Pero tampoco podía dejar de admirar las ramas de los árboles llenas de hojas moviéndose con la brisa primaveral, el olor de esa brisa entrando por la ventanilla de su coche…
A la sombra de los árboles había casas bien cuidadas, algunas con la bandera colgando de un mástil en la puerta. En general se parecían bastante, todas pintadas de blanco con algún ribete amarillo, azul o verde.
Todas tenían un porche y una valla blanca alrededor, tiestos o bonitas flores flanqueando el camino de entrada.
Pero Sullivan no pensaba dejarse engañar por eso.
Era ese escepticismo lo que hacía que no pegase en Kettle Bend.
Y que no tuviese nada que ver con los planes de Sarah McDougall.
Sullivan recordó su último mensaje en el buzón de voz: «Necesitamos un héroe, señor Sullivan».
Él no quería ser el héroe de nadie y tampoco era así como quería pasar su día libre. Y estaba a punto de hacer que Sarah McDougall lamentase haberse puesto en contacto con él.
Después de mirar de nuevo la dirección anotada en un papel, Sullivan detuvo el coche y miró alrededor antes de bajar del coche y poner el seguro. La gente de Kettle Bend podía creer que nada malo iba a ocurrir allí, pero él no pensaba confiarse.
Luego se volvió para mirar la casa en el número 1716 de Lilac Lane, que se parecía mucho a la de sus vecinos. Era una construcción de una sola planta, pintada recientemente de blanco con un ribete verde, a juego con la hiedra que cubría parte de los muros.
Sullivan abrió un portillo de madera y pasó bajo un arco que unos meses más tarde estaría cubierto de rosas.
Todo aquel «encanto» de pueblecito ideal empezaba a sacarlo de quicio.
El camino de cemento estaba agrietado en algunos sitios, pero flanqueado por matas de flores de color malva con el interior amarillo.
Sólo se fijó en ellas porque eso era lo que hacía.
Sullivan se fijaba en todo, en cada detalle. Por eso era un buen policía, aunque no un buen ser humano, que él supiera.
Subió los escalones del porche y antes de llamar al timbre estudió los muebles de exterior: Una mesa y dos viejos sillones de mimbre pintados del mismo verde que el ribete de la casa, con un montón de cojines de colores.
Un sitio para descansar, cómodo, seguro.
Sin embargo, esos detalles domésticos no le convencerían de que podía rechazar la proposición de Sarah MacDougall sin ser demasiado brusco.
Aunque, por el momento, la sutileza no había servido de nada con ella. Cuando llamabas a alguien sesenta veces, y esa persona no te devolvía la llamada, no significaba: «Ve a hablar con su jefe».
Significaba: «Piérdete». «Búscate otro héroe».
Sullivan buscó el timbre, un aparato antiguo en forma de llave que había que girar.
Tras la mosquitera, la puerta interior de color verde estaba abierta, y pudo oír el eco del timbre en el interior de la casa.
Nadie respondió, pero imaginó que dejar la puerta abierta era una invitación y asomó la cabeza en el interior.
La puerta de entrada se abría directamente al salón, separado de la entrada por una alfombra que parecía hecha a mano, y que sugería que a su propietaria le gustaban el orden y los zapatos limpios.
Sullivan siguió el camino de cemento que llevaba a la parte de atrás y poco después llegó a un jardín…
No había ninguna palabra para describir aquel jardín lleno de árboles y flores.
Sullivan se quedó mirando la profusión de flores sobre la hierba recién cortada…
Tenía la sensación de haber entrado en un santuario privado.
Sagrado.
Hizo una mueca, pero esta vez sintiéndose un poco inquieto.
Y entonces la vio.
Inclinada arrancando malas hierbas, totalmente concentrada en lo que hacía, su rostro escondido bajo un sombrero, la punta de la lengua entre los labios.
Llevaba una camiseta de flores y un pantalón corto blanco manchado de tierra… Y tenía unas piernas largas y bronceadas que lo dejaron sin aliento.
Mientras la miraba, ella tiró de una mala hierba y cuando consiguió arrancarla, se vio catapultada hacia atrás. Pero cuando recuperó el equilibrio se quedó muy quieta, como si supiera que alguien estaba observándola.
Y cuando se dio la vuelta Sullivan, descubrió que Sarah McDougall no era una mujer de mediana edad, no tenía el pelo fosco y no llevaba maquillaje.
Unos rizos de color cobrizo escapaban del sombrero, enmarcando una carita de duende.
Pero si se iba sin darle una oportunidad, podría volver a llamar a su jefe…
Sullivan se acercó hasta que su sombra oscureció los ojos pardos.
Él raramente estrechaba la mano de alguien. Solía mantener las distancias para establecer su autoridad, de modo que le sorprendió querer extender su mano. ¿Señorita McDougall? le preguntó. Soy Sullivan.
Sarah McDougall sonrió entonces, y él se alegró de haber metido las manos en los bolsillos del pantalón. Señor Sullivan… empezó a decir, incorporándose. Cuánto me alegro de que haya venido. ¿Puedo llamarlo Oliver? No, no puede. Nadie me llama Oliver. Y no soy «señor Sullivan», sino «agente Sullivan».
Ella lo miró entonces, sorprendida.
Porque ella lo miraba guiñando los ojos y con los labios obstinadamente apretados…
Y eso sólo podía significar problemas.
Sarah miró a su inesperado visitante, atónita no sólo por su repentina aparición, sino por su aspecto, y sobretodo, por su antipático tono.
Estaba totalmente concentrada arrancando malas hierbas y su llegada la había pillado por sorpresa. Aunque, si hubiera estado esperando a aquel hombre con un bonito vestido y el servicio de té sobre la mesa, seguramente también se habría quedado sin habla.
Que no le devolviese las llamadas la había hecho pensar que no sería precisamente el tipo amable y simpático que ella quería que fuese, pero el vídeo no la había preparado para la realidad de Oliver Sullivan.
En el vídeo de treinta segundos, desde que él se quitaba la camisa para lanzarse al río Kettle hasta que llegaba a la orilla con el cachorro en brazos, parecía un hombre fuerte, valiente.
Y era valiente, podía verlo en sus ojos. Un hombre que no le tenía miedo a nada.
Pero si había pensado que sería simpático y amable, estaba muy equivocada.
El mensaje en su contestador automático era un poco brusco, pero había decidido pensar que era debido a su profesión; al fin y al cabo era policía.
Un hombre que casi podría hacer que una mujer olvidase el precio que tendría que pagar por todas esas cosas.
Pero Sarah no necesitaba que nadie cuidase de ella, y eso era algo de lo que se enorgullecía.
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