Todo tenía un precio, y a Tom MacIver le había llegado el momento de pagar.
La pequeña Hannah, de seis semanas de edad, era el resultado de su azarosa vida sentimental. Pero la niña no tenía madre y él necesitaba una esposa.
Sin saber cómo, Annie se encontró accediendo a su propuesta de matrimonio, pero era un matrimonio de conveniencia, un acuerdo donde el amor no tenía cabida... si no fuera porque ella ya estaba perdidamente enamorada de él.
Resumen...
La doctora Annie Burrows se pasaba la vida evitando a las mujeres y a los perros de Tom MacIver, que parecían un maleficio. El bebé debió de llegar justo antes de la medianoche. Pero ni Annie ni Tom lo oyeron llegar. Annie había estado levantada hasta las doce, escribiendo cartas médicas.
Y eso pasaba por llamar a la puerta de Tom MacIver y pedirle encarecidamente que se callara de una vez. Había aislamiento contra ruidos entre el apartamento de Tom y el hospital, pero no en el tabique que separaba su casa de la de Annie. Así es que se oía a los perros ladrar y la mujer de turno reírse como una endemoniada. Le gustaba aquella pequeña ciudad del Sur de Australia.
Tom MacIver era cirujano, gran médico y tremendamente responsable en lo que a su trabajo se refería. Pero inmensamente irresponsable en su vida. Le gustaba jugar con sus dos perros y sus múltiples mujeres. No había ni una sola cara bonita en todo el distrito que no hubiera pasado por su cama.
¿Y Annie?
Llevaba ocho meses en Bannockburn. Pero en lo personal a Annie la desquiciaba aquella vida mujeriega de su colega. Así que Annie tendida en mitad del corredor se sentía como una auténtica necia. Agarró el paquete entre los brazos.
¡Era un niño!
Los perros de Tom habían oído el ruido así es que se pusieron a ladrar como endemoniados al otro lado de la puerta. Allí estaba Tom, de pie, observando a una Annie patética, caída en el suelo con un bulto en los brazos. Annie no respondió. Con una mano trataba de defender al bebé de las babas de los perros y con la otra intentaba apartar las ropas para ver si estaba bien.
Casi no había acabado de decirlo cuando los perros y la mujer que lo acompañaban ya estaban detrás de la puerta cerrada. El bebé llevaba un pijamita. La ropa lo había protegido del impacto. La visión de aquel cuerpo escultural dejó sin respiración a la pobre Annie.
La verdad era que siempre había tenido la capacidad de sacudirla de los pies a la cabeza. Es una niña. Doctor MacIver, esta niña estaba a su puerta. Esta niña no tiene más de dos meses.
Annie se levantó. Y, de pronto, un papel cayó de entre las mantas. Miraba al papel como si se tratara de una pesadilla. Sólo entonces Tom levantó la cabeza.
Pero no estaba viendo a Annie. Annie era diminuta, llevaba siempre su espesa mata de rizos castaños recogida en una coleta. Escondía sus ojos gris claro tras el denso cristal de unas gafas y su gesto era más determinado y honesto que seductor. Comparada con las bellezas con las que se codeaba Tom MacIver, Annie era, simplemente, vulgar.
Annie se decía a sí misma unas diez veces al día que le daba exactamente igual ser como fuera. Tom se recompuso y cerró el papel. No, no es de Sara... Quédate con la niña y hazle un chequeo, Annie, por favor. El hospital de Bannockburn estaba muy tranquilo aquella noche, con cuatro de sus doce camas vacías.
No había ningún niño hospitalizado aquella noche, pero Helen Bannockburn, la enfermera de noche, llegó casi al mismo tiempo que Annie. Se quedó a ayudarla y pronto comprobaron que la niña estaba muy sana y tenía dos pulmones muy potentes. Helen le preparó un biberón de leche maternizada. Annie no quería dar explicaciones.
Necesitaba hablar con Tom antes de decir públicamente que la niña había sido abandonada. Las ganas y el vigor con que la pequeña succionaba demostraban que estaba muy sana. Annie sonrió. Helen la miraba con curiosidad.
Desde que Annie había llegado, la enfermera parecía haberla puesto bajo su protección y siempre cuidaba de ella. Si no lo he interpretado mal, el doctor MacIver le pidió que se ocupara de ella... y el doctor no está de servicio esta noche. Los vaqueros y las camisas gigantes que solía llevar no eran el tipo de ropa que resaltara mucho el físico. Tampoco era el atuendo adecuado de un doctor.
Se imagino a símisma con el tipo de ropa que llevaba Sarah y sonrió por dentro. Helen la miraba interrogante. Annie continuaba pensativa, pero su cabeza ya había saltado de un lugar a otro. Helen se quedó en silencio.
Pero, por favor, no diga nada, sobre todo por el bien de la niña. Piense en todas las Melissa que pueda haber. La única que se me ocurre es Melissa Carnem. Fue enfermera aquí.
Helen miró incrédula al bebé y vio exactamente lo que Annie estaba viendo. Vino aquí porque pensaba que la vida del campo era lo que buscaba. Pero se aburrió a los dos meses. Diez meses.
Creo que el doctor viene hacia aquí. Helen lo miró mientras salía. El paso largo y decidido del doctor se trocó en parada brusca al ver a Annie con la niña en brazos. La pequeña estaba terminándose el biberón y miraba a Annie con los ojos muy abiertos.
Estaba claro que desde su punto de vista, Annie era como una hermana pequeña. Tom se aproximó a ella, sin apartar la vista del bebé. Tom continuaba atónito, mirando al bebé. El único sonido que se oía era el succionar de la niña.
Sin pensárselo dos veces, Annie decidió romper el silencio. Al oír la pregunta, Tom retrocedió, pero sus ojos permanecieron fijos en el rostro de la pequeña. Annie se levantó, se acercó a él y le puso la niña en los brazos. El bebé sonreía y sonreía, sin importarle la cara de susto del doctor.
Annie metió la mano en el bolsillo de Tom. Tenía una amiga que tenía un bebé y se marchó a vivir a un kibbutz y me sonó tan bien que decidí hacer lo mismo. Pero luego me di cuenta de que era una estupidez, porque los niños te atan y acabo de conocer a un tipo estupendo que no quiere un bebé. Si quieres que firme los papeles, mi madre me los mandará.
Pero mi madre me dijo que debía darte la oportunidad de tomar esa decisión. Annie leyó y releyó la nota una y otra vez. No creo que la situación de esta pequeña sea para tomársela a risa. Desde luego, Tom MacIver no tenía ningún motivo para reírse.
La niña, sin embargo, parecía feliz. Llevaba seis años a cargo de aquel hospital. Desde el primer momento, a Annie le había quedado claro que lo que el doctor buscaba era alguien que hiciera lo que a él no le gustaba y que le permitiese tener tiempo para divertirse. Y así lo había hecho durante los seis meses que ella llevaba allí.
Eso sí, nunca se divertía con Annie. Annie había estado a punto de dejar el hospital después de aquello. Desde el instante mismo que había visto a Tom MacIver se había enamorado de él.
Y, precisamente, aquella noche, había salido de casa decidida a decirle que no lo aguantaba más y que dejaba su trabajo. Tom miraba con ansiedad a la pequeña. La hija es una irresponsable a la que no le importa nadie. Me voy a la cama.
Tom se dio cuenta y acarició a la pequeña. Annie levantó una ceja. Melissa no hacía más que servirme aquel licor. Pero la niña que tienes en brazos no es culpable de nada y es tu hija.
Soy yo la que está de guardia esta noche, así que nadie te va a molestar. El hospital está muy tranquilo. No hay ningún otro niño, tú lo sabes, y con el dinero que recibe el hospital no podemos permitirnos gastos innecesarios. Helen te dará leche y pañales para toda la noche.
No eres un doctor de guardia, eres mi amiga. Annie estuvo tentada a aceptar la oferta. Eres el padre de esta criatura. Bienvenido a la paternidad, doctor MacIver.
Cuida de tu hija. Yo me voy a la cama.
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